8/18/2009

LA ILUMINACION DEL ESPIRITU

A.W. Tozer

Respondió Juan y dijo: Un hombre no puede recibir nada, si no se le ha dado del cielo. Juan 3:27

Aquí tenemos esta breve declaración, la esperanza y la desesperación de la humanidad. «Un hombre no puede recibir nada.» En base al contexto sabemos que Juan se está refiriendo a la verdad espiritual. Nos está diciendo que hay una clase de verdad que nunca puede ser aprehendida por el intelecto, porque el intelecto existe para la aprehensión de las ideas, y esta verdad no se compone de ideas, sino de vida. La verdad divina es de naturaleza espiritual, y por esta razón puede ser recibida sólo por revelación espiritual.«Si no se le ha dado del cielo.»


No tenemos aquí el establecimiento de una nueva doctrina por parte de Juan, sino de un progreso sobre una verdad ya enseñada en el Antiguo Testamento. El profeta Isaías, por ejemplo, tiene este pensamiento: «Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos.' dice Jehová. Pues así como los cielos son más altos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos.»

Quizá esto no hubiera significado para sus lectores nada más que el hecho de que los pensamientos de Dios, aunque similares a los nuestros, eran más sublimes, y que sus caminos muy sublimes por encima de los nuestros, como le corresponde a los caminos de Aquel cuya sabiduría es infinita y cuyo poder no conoce límites. Ahora Juan nos dice claramente que los pensamientos de Dios no sólo son cuantitativamente mayores, sino que cualitativamente son totalmente diferentes de los nuestros.

Los pensamientos de Dios pertenecen al mundo del espíritu, los del hombre al mundo del intelecto, y mientras que el espíritu puede incluir al intelecto, el Intelecto humano Jamás puede abarcar al espíritu. Los pensamientos del hombre no pueden abarcar los de Dios. «¡Cuan inescrutables son sus Juicios, e insondables sus caminos!»

Dios hizo al hombre a su imagen, y puso en él un órgano por medio del cual podría conocer cosas espirituales. Cuando el hombre pecó, aquel órgano murió. «Muertos en pecado» es una descripción no del cuerpo ni tampoco del intelecto, sino del órgano conocedor de Dios en el alma humana.

Ahora los hombres se ven obligados a depender de un órgano distinto e inferior, y que es además totalmente inadecuado para este propósito. Me refiero, naturalmente, a la mente como el asiento de sus capacidades de razonamiento y de comprensión.

El hombre no puede conocer a Dios mediante la razón; sólo puede saber acerca de Dios. Por medio de la luz de la razón se pueden descubrir ciertos hechos importantes acerca de Dios. «Porque lo que de Dios se conoce es manifiesto entre ellos, pues Dios se lo manifestó. Porque las cosas invisibles de Él. Su eterno poder y divinidad se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa.» Por medio de la luz de la naturaleza, la razón moral del hombre puede ser iluminada, pero los más profundos misterios de Dios le permanecen ocultos hasta que ha recibido iluminación de lo alto.

«El hombre natural no capta las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede conocer, porque se han de discernir espiritualmente.» Cuando el Espíritu alumbra el corazón, entonces una parte del hombre ve lo que Jamás había visto antes; una parte de él conoce lo que jamás había conocido antes, y ello con una clase de conocimiento que el más agudo pensador no puede imitar. Sabe ahora de una manera profunda y autorizada, y lo que conoce no precisa de prueba razonada.

Su experiencia de conocer está por encima de la razón, y es inmediata, perfectamente convincente e interiormente satisfactoria. «Un hombre no puede recibir nada.» Ésta es la carga de la Biblia. Piensen lo que piensen los hombres de la razón humana. Dios tiene una pobre opinión de ella. «¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el letrado? ¿No ha convertido Dios la sabiduría del mundo en necedad?» La razón humana es un buen instrumento y es útil dentro de su campo. Es un don de Dios, y Dios no duda en apelar a ella, como cuando clama a Israel: «Venid luego..., y estemos a cuenta.» La incapacidad de la razón humana como órgano de conocimiento divino surge no de su debilidad sino de su falta de idoneidad para tal función, en base a sus propias características. No fue dada como órgano mediante el que conocer a Dios.

La doctrina de la incapacidad de la mente humana y de la necesidad de la Iluminación divina está tan totalmente desarrollada en el Nuevo Testamento que es para dejar atónito a uno que nos hayamos extraviado hasta tal punto acerca de ello. El fundamentalismo se ha mantenido alejado del liberal en una superioridad engreída, y ha caído en error por su propia parte, en el error del textualismo, que es la simple ortodoxia sin el Espíritu Santo. En todas partes entre los conservadores encontramos a personas que están enseñadas en la Biblia pero no enseñadas en el Espíritu. Conciben la verdad como algo que puede ser aprehendido por la mente. Si un hombre sostiene los puntos fundamentales de la fe cristiana, se piensa de él que posee verdad divina. Pero una cosa no sigue de la otra. No hay verdad aparte del Espíritu. El más brillante de los intelectos cae en la imbecilidad cuando se encuentra ante los misterios de Dios. El que un hombre comprenda la verdad revelada demanda un acto de Dios igual al acto original que inspiró el texto.

«Si no se le ha dado del cielo.» Aquí tenemos la otra parte de la verdad; hay esperanza para todos, porque estas palabras significan ciertamente que existe el don del conocimiento, don que viene del cielo. Cristo enseñó a sus discípulos a que esperaran la venida del Espíritu de Verdad, que les enseñaría todas las cosas. Explicó el conocimiento de Pedro acerca de que Él era el Cristo como una revelación directa del Padre en el cielo. Y en una de sus oraciones, dijo: «Te alabo. Padre. Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las revelaste a los niños.» Por «los sabios y los entendidos» nuestro Señor se refería no a los filósofos griegos, sino a los estudiosos judíos de la Biblia, y a los maestros de la Ley.

Esta idea básica, la incapacidad de la razón humana como instrumento del conocimiento de Dios, fue plenamente desarrollada en las epístolas de Pablo. El apóstol excluye con toda franqueza toda facultad natural como instrumento para el descubrimiento de la verdad divina, y nos arroja impotentes en manos del Espíritu que obra en nosotros. «Cosas que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni han subido al corazón del hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por medio del Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun las profundidades de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoce las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha otorgado gratuitamente.»

El pasaje acabado de citar está tomado de la Primera Epístola de Pablo a los Corintios, y no está sacado fuera de contexto ni situado en un marco que pudiera tender a distorsionar su significado. En verdad expresa la misma esencia de la filosofía espiritual de Pablo, y está plenamente de acuerdo con el resto de la Epístola y. puedo añadir, con el resto de los escritos de Pablo tal como los tenemos preservados en el Nuevo Testamento. Aquel tiempo de racionalismo teológico tan popular hoy en día habría sido algo completamente extraño a la mente del gran apóstol. Él no tenía fe en la capacidad del hombre de comprender la verdad aparte de la iluminación directa del Espíritu Santo.

Acabo de emplear la palabra racionalismo, y debo o bien retractarme de ella o bien Justificar su empleo en conjunción con la ortodoxia. No creo tener ningún problema en hacer esto último. Porque el textualismo de nuestro tiempo está basado en la misma premisa que el antiguo racionalismo, esto es, la creencia de que la mente humana es la autoridad suprema como criterio de verdad. O. dicho en otras palabras, es la confianza en la capacidad de la mente humana para hacer aquello para lo cual la Biblia declara que no fue creada y que en consecuencia es totalmente incapaz de hacer. El racionalismo filosófico es suficientemente honrado para rechazar la Biblia de plano. El racionalismo teológico la rechaza mientras que pretende aceptarla, y al hacerlo así se arranca él mismo los ojos.

La almendra interior de la verdad tiene la misma configuración que la cascara exterior. La mente puede percibir la cascara, pero sólo el Espíritu de Dios puede asir la esencia interior. Nuestro gran error ha sido habernos confiado a la cascara y haber creído que éramos sanos en la fe porque podíamos explicar la forma externa de la verdad tal como se encuentra en la letra de la Palabra. Y por este error mortal el fundamentalismo está lentamente agonizando. Hemos olvidado que la esencia de la verdad espiritual no puede venir a aquel que conoce la cascara externa de verdad a no ser que haya primero una operación milagrosa del Espíritu en el corazón.

Aquellos sobretonos de deleite religioso que acompañan a la verdad cuando el Espíritu la ilumina están prácticamente ausentes de la Iglesia en la actualidad. Aquellos atisbos arrebatadores del País Celestial son pocos y oscuros; apenas si se puede discernir la fragancia de la «rosa del Sarón». En consecuencia, nos hemos visto forzados a buscar en otros lugares para nuestros deleites, y los hemos encontrado en el arte dudoso de cantantes de ópera convertidos o en los vacíos sones extraños y curiosos arreglos musicales. Hemos intentado hacernos con placeres espirituales manipulando emociones carnales y agitar sentimientos sintéticos por medios totalmente carnales. Y el efecto total ha sido mortífero.

En un notable sermón sobre «El verdadero camino para alcanzar el conocimiento divino», John Smith expone la verdad que intento describir aquí: «Si verdaderamente debiera definir la divinidad, debería más bien llamarla una vida divina que una ciencia divina; es algo que más bien debe ser comprendido por una sensación espiritual que por ninguna descripción verbal... La divinidad es verdaderamente un efluvio de la Luz Eterna, que, como los rayos del sol, no sólo alumbra, sino que calienta y vivifica...

No debemos pensar que hemos alcanzado el verdadero conocimiento de la verdad cuando hemos traspasado la cascara externa de las palabras y frases que la abrigan... Hay un conocimiento de la Verdad que es en Jesús, según es en una naturaleza semejante a la de Cristo, según es en aquel dulce, gentil, humilde y amante Espíritu de Jesús, que se extiende como un sol matutino sobre las almas de los buenos, llena de vida y de luz. De poco aprovecha conocer al mismo Cristo según la carne; pero Él da su Espíritu a hombres buenos que buscan las cosas profundas de Dios. Hay una hermosura interior, vida y encanto en la Verdad divina, que puede sólo ser conocida cuando es digerida en la vida y en la práctica. Este viejo teólogo sostenía que era absolutamente necesaria una vida pura para un verdadero entendimiento de la verdad espiritual. «Hay», dice él, «una dulzura interior y una delicia en la verdad divina, que ninguna mente sensual puede saborear ni gozar: éste es aquel hombre "natural" que no saborea las cosas de Dios... la divinidad no es tanto percibida por un ingenio sutil como por un sentido purificado».

Mil doscientos años antes que fueran escritas las palabras anteriores, Atanasio había escrito un profundo tratado llamado La Encarnación de la Palabra de Dios. En este tratado ataca osadamente los difíciles problemas inherentes a la doctrina de la Encarnación. Todo el libro es una notable demostración de una razón pura dedicada a la revelación divina. Hace un gran alegato en pro de la Deidad de Cristo, y. para todos los creyentes en la Biblia, soluciona la cuestión por todos los siglos.

Pero tan poco confía en la mente humana para abarcar los misterios divinos que concluye su gran obra con una solemne advertencia en contra de una comprensión meramente intelectual de la verdad espiritual. Sus palabras deberían ser impresas en tipo grande y pegadas en el escritorio de cada pastor y estudiante de teología de todo el mundo: «Pero para escudriñar las Escrituras y para un verdadero conocimiento de las mismas, se necesita de una vida honorable, y de un alma pura, y aquella virtud que es según Cristo; de modo que guiando el intelecto su camino por ella, pueda ser capaz de alcanzar lo que desea, y comprenderlo, hasta allí donde sea accesible a la naturaleza humana aprender acerca de la palabra de Dios. Porque sin una mente pura y un modelado de la vida según los santos, un hombre no podría comprender las palabras de los santos...

El que quiera comprender la mente de los que hablan de Dios tiene que comenzar lavando y purificando su alma.» Los viejos creyentes judíos de los tiempos precristianos que nos dieron los libros (poco conocidos por los modernos protestantes) de la Sabiduría de Salomón y de Eclesiástico, creían que es imposible para un corazón impuro conocer la verdad divina. «Porque en un alma maliciosa no entrará la sabiduría; ni morará en el cuerpo sujeto a pecado. Porque el santo espíritu de disciplina huirá del engaño, y se apartará de pensamientos carentes de entendimiento, y no permanecerá cuando entre la injusticia.»

Estos libros, junto con nuestro bien conocido libro de Proverbios, enseñan que el verdadero conocimiento espiritual es resultado de una visitación de sabiduría celestial, una especie de bautismo del Espíritu de Verdad que viene a hombres temerosos de Dios.

Esta sabiduría está siempre asociada con la rectitud y la humildad, y Jamás se encuentra aparte de la piedad y de la verdadera vida en santidad. Los cristianos conservadores de nuestros días están tropezando sobre esta verdad. Tenemos que reexaminarlo todo. Tenemos que aprender que la verdad no consiste en la doctrina correcta, sino en la doctrina correcta más la iluminación del Espíritu Santo. Tenemos que volver a declarar el misterio de sabiduría de lo alto. La vuelta a la predicación de esta verdad vital podría resultar en un fresco hálito de Dios sobre una ortodoxia reseca y sofocadora.


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